Marcos tiene prohibido salir de su casa
cuando el sol está perpendicular a la tierra. Antes de irse a dormitar un rato,
su mamá le dice que no baje al río a la hora de la siesta, que se quede jugando
con su hermana o leyendo alguno de los libros que están en la repisa. Los
únicos libros que hay, tienen poco y nada de dibujos, y él apenas se aguanta de
leer un manojo de palabras seguidas. Entonces no le queda otra que acercarse a
su hermana, ella le propone juegos difíciles para hacerlo enojar y sacárselo de
encima. Él desobedece y baja al río a encontrarse con sus amigos, no le importa
que su hermana lo acuse con su mamá. Su mamá no solo desconfía del sol y de la
naturaleza, sino también de esos indios que su hijo tiene por amigos.
Marcos llega hasta la playa y encuentra a los
chicos contemplando el cuerpo destrozado de una iguana que mataron a piedrazos.
Aprieta fuerte sus dientes para no decir nada, le encantan esos bichos pero no
puede quedar como un sensible frente a sus amigos.
Mirá Marquitos, mirá como quedó, dala vuelta
con el palo, dale…lo presiona
Tomás, el jefe de la barrita.
Aburridos ya de revolverle las tripas al
lagarto, los chicos se debaten entre tirarlo al río o enterrarlo. Uno de ellos
propone envolverlo en papel de regalo y ponerlo en el arbolito de Navidad, pero
Tomás le contesta que el olor a bicho muerto arruinaría la sorpresa; al más
chiquito del grupo, se le ocurre sepultarlo no muy profundo y lejos de la sombra,
así, cuando venga una vieja a tomar sol de espalda, se da con el bicho de lleno
en la cara. La idea no sólo les convence a todos, sino que también les inspira
el juego del día: Los enterrados.
Una vez organizado el juego se turnan de a
uno para aguantar la arena hirviendo en todo el cuero. El resto se sienta
arriba del enterrado, si no percibe el peso de sus compañeros sobre el vientre,
quiere decir que su turno acabó y toca enterrar al siguiente. Algunos se
levantan de golpe sacudiéndose como perros, otros prefieren hacerlo de a poco,
sintiendo como la arena se desprende perezosa, de cualquier forma, desde un
clavado de lo alto de la piedra que llaman pico
e pato, el cuero termina de limpiarse.
Es el turno de Marcos, que también había sido
el último en animarse a hacer un clavado desde la pico e pato hace un par de días. Sus compañeros los tildan de
gallina, le recuerdan lo del clavado de anteayer. Tomás le dice que si no va a
cumplir con los juegos cada vez que le da miedo, se quede en la casa con su hermana,
o mejor, que la mande a la hermana que está más crecidita, en lugar de él.
Marcos vuelve a apretar sus dientes para no tirársele encima, si reacciona así,
terminará como la iguana. Tomás hace montoncito con su mano izquierda y todos
comienzan a reírse y corearle su cobardía…
Me voy a
enterrar con cabeza y todo, y vamos a ver si ustedes se animan a hacer lo mismo
y quiénes son los cagones después, dice
Marcos sin pensarlo antes, como cuando se tiró al río crecido para rescatar su
pelota, o cuando le chantó un pico a su prima en año nuevo. Siempre delante de
nadie. Ahora tenía la posibilidad de ser Marcos delante de todos y no el cagón
de Marquitos.
Tomás toma el desafío con entusiasmo y manda
a mejorar el pozo para que Marquitos entre de cuerpo entero. Los chicos
trabajan como obreros bajo las órdenes del jefe. Cavan para ahondar el fondo
del pozo anterior, humedecen la arena de los bordes para evitar
derrumbamientos. Tomás mide con los ojos a Marcos y revisa las dimensiones del
pozo. Da pequeños golpes con sus manos en las paredes, tantea el fondo con su
pierna; es profundo, podrían entrar dos Marquitos, piensa mientras se queda
contemplando la obra unos segundos y finalmente, la aprueba levantando su
pulgar. Marcos mira sin entender como hicieron semejante cosa tan rápido.
¿Qué pasa,
te cagaste en las patas Marquitos?, pregunta
Tomás cuando nota el gesto de siempre en su desafiante. Pero Marcos ya no puede
echarse para atrás, solo le queda apretar aún más los dientes y meterse en la
fosa.
Decenas de manos agarran la mayor cantidad de
arena en el menor tiempo posible, como temiendo que Marquitos pudiera
arrepentirse y salir corriendo. Pero él
solo pide que le dejen la boca afuera para poder respirar, mientras, siente
como la espalda se le pone fría en la
profundidad del pozo y el pecho caliente
por la arena de la superficie.
Vos dijiste
la cabeza completa, la boca es parte de la cabeza, le recuerda Tomás. Marcos se la ve venir y
rompe en gritos para que lo suelten,
pero Tomás, ya había reservado un montón de arena al costado para empujarla con
el pie y tapar su cabeza en un solo movimiento.
Los compañeros, entre rizas, se sientan
arriba del enterrado para completar/contemplar el juego. Uno de ellos quiere
levantarse, se preocupa porque escucha una tos que se apaga, pero Tomás lo
obliga a quedarse ahí, había que castigar al atrevido. El silencio se hace
irreversible y ni el jefe puede reaccionar. Uno de los chicos empieza a
desenterrar. Todos miran el cuerpo.
Ya no
podemos hacer más nada, sentencia Tomás,
volvé a poner la arena…así no, que quede
bien parejito, nadie lo puede descubrir…si alguien pregunta, lo vimos a
Marquitos yendo hacia la cascada donde nace el río, ¿estamos?, bueno, cada uno
a su casa y que no me entere que alguno de ustedes anda hablando de esto por
ahí...Las manos vuelven a juntarse para tapar la travesura.
por Juan Mannino
por Juan Mannino
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